martes, 29 de agosto de 2017

Cuestión de distancia




Foto: Miguel Morales


Es cuando estoy lejos de mi casa cuando se me ocurren las más brillantes ideas acerca de cómo rescatarla del desorden en que la tengo sumida. Mi imaginación, que en la lejanía no puede transformarse en acción, encuentra soluciones para todo. Y como mis brazos, por mucho que se estiren, no cubren la distancia entre mi cabeza y mi casa, me es fácil encontrarlos en mi pensamiento como en la realidad no son: animosos, certeros, resolutivos.
Y así, aún bajo los efectos de mi hiperactividad mental, se presenta ante mis ojos que miran hacia dentro el método infalible para que mis armarios atestados recuperen territorio; o mis alacenas, o mis cajones.... Cómo no se me habrá ocurrido antes, me digo, desamontonar cosas y amontonarlas en otro lado.
Mi mirada interior sobrevuela ahora otros reductos del caos: estanterías centrales de la casa, colonizadas por libros obsoletos, son también el blanco de mi depuración virtual. Imagino baldas repletas de material bostezante que resuelvo desplazar a un feliz retiro donde dormirá sin complejos. Tan eficiente como distante -o eficiente por distante-, mi mano va, vuelve, revuelve, compara, separa y repara. Por fin vuelvo a sentarme en una silla sin revistas para hincar los codos en una mesa despejada.

Foto: Miguel Morales

¿No es fantástico? Estoy lejos y no puedo hacer nada, pero lo veo todo tan claro… Cómo asignar a cada cacharro de cocina el lugar que debería corresponderle si a su dueño le guiase un mínimo criterio de coherencia; y, en fin, cómo darle a la casa el vuelco que necesita para enderezarla después aseada y vestida de domingo.
En mi paroxismo, hago viajar a los muebles de una habitación a otra. Restauro, limpio, pinto… Lo que nunca hice y lo que me dejó de apetecer se juntan en la misión imposible de que mis brazos no animosos, no certeros y no resolutivos, adquieran lo que nunca tuvieron y recuperen lo que ya no hacen.
Porque tal es la realidad. Ya en mi casa, la inspiración me abandona y la pereza se instala en mis músculos. Todo es más importante que lo que ocupaba mi pensamiento cuando yo estaba lejos y no podía mover la ropa que ya no moveré -tan fácil me parecía-, ni jubilar libros inútiles a favor de una literatura vigorosa: cosa que tampoco ocurrirá. Todo es prioritario, una vez en casa, antes que poner fin al vagabundear de los cacharros de cocina y, con más razón, a las locuras de mi mente enfebrecida que una vez soñó, desde una distancia insalvable, con mover muebles o enfrascarse en limpiezas profundas como abismos.

Foto: Miguel Morales

martes, 3 de enero de 2017

Como la manzana


Fotografía: Miguel Morales

Con eso de que los alimentos viajan de un lado a otro del mundo con completa naturalidad, es fácil encontrar en las tiendas toda una colección de frutas exóticas de trabajoso nombre e increíbles propiedades. Artículos  que por obra y gracia de la globalización saltan como pulgas de las antípodas a nuestra mesa. Como si -como las manzanas- crecieran a la vuelta de la esquina.  
Pero yo tengo un asombroso porcentaje de vitamina C, dice una de las primas extranjeras de la manzana; y yo unas enzimas proteolíticas que son la admiración de propios y extraños, dice otra; pues habríais de ver, dice una tercera, mis flavonoides y antioxidantes de verdadero lujo: no hay nada comparable en el reino vegetal: Y oyéndolas hablar así uno diría que se ha perdido muchas cosas antes de que esas maravillas almibaradas cruzasen charcos y continentes para aterrizar en nuestros platos. Que si las megadosis de ácido ascórbico, o las enzimas, o la suerte de especiales fitoquímicos propios de estas frutas galácticas: cuánta salud no hemos ganado mientras no las conocíamos; aunque curiosamente tampoco durante aquella ignorancia nuestra salud era peor. Sí que es curioso.

Foto: Miguel Morales
O no. Porque nuestros mercados siempre han estado llenos de frutas como la manzana. Frutas como la manzana se encargaban del suministro de vitaminas, enzimas y antioxidantes. Y si acaso nos perdimos algo, que es posible, dicha pérdida nunca desembocó en una carencia alimentaria. Todo lo contrario. Casi me atrevo a proclamar que mientras las frutas como la manzana protagonizaban nuestros postres y meriendas estábamos mejor que nunca. 
He de admitir, no obstante, que con la aparición de las frutas foráneas hemos salido ganando: en variedad, en sabor, en colorido, en matices. No seré yo quien hable en contra de alimentos tan ricos y saludables. Son maravillas, como la manzana; y como toda igualdad tiene dos sentidos lo mismo podríamos decir de la manzana: es como ellas.
La manzana -y aquí comienza la larga lista de sus propiedades- es uno de los alimentos más curativos que existen. Es antiinflamatorio del aparato digestivo y actúa como antiácido natural. Cruda y con piel es un laxante suave, y asada o en compota es el mejor antidiarreico. Es diurética, útil en casos de ácido úrico, gota e insuficiencia renal. Por su contenido en fósforo es sedante, y gracias a sus catequinas y quercetina -fitoquímicos que protegen contra los radicales libres- posee propiedades anticancerígenas muy potentes. También, por acción de dichos fitoquímicos, la manzana previene el asma, la artritis y las enfermedades cardiovasculares. Es anticolesterolémica y antihipertensiva. Por si fuera poco, la tisana de hojas y flores del manzano también tiene propiedades curativas, lo mismo que su vinagre, del que incluso se han escrito libros. 

Fotografía: Miguel Morales

Si bien el porcentaje de vitaminas de la manzana no supera al de las demás frutas, contiene, a diferencia de otras, vitamina E, un potente antioxidante. En su composición destacan los aminoácidos cisteína, glicina, arginina, histidina, isoleucina, lisina, valina y metionina, y los ácidos glutamínico, oleico y linoleico. Y además de las ya mencionadas catequinas y quercetina, cuenta con pectina, sorbitol y fibra soluble. ¿Y minerales? Citemos algunos: calcio, hierro, magnesio, fósforo y potasio. Entre otros.
Y por último, un consejo: con la piel y el carozo de la manzana se elabora una magnífica infusión. Que hierva un minuto y que repose unos quince o veinte: se obtiene una deliciosa bebida con propiedades medicinales. Y para un matiz especiado, que le aportará sabor y beneficios, nada como dejarla reposar con una ramita de canela. 
Salud y a por el invierno.
 
Foto: Miguel Morales



jueves, 15 de diciembre de 2016

Los garbanzos son para el otoño



Fotografía: Miguel Morales

Dicen que el otoño deprime. ¿Es cierto eso, deprime el otoño?
No por otoño. Para muchas personas el otoño es la estación más bonita del año, con colores y matices realmente exquisitos. Hay quien está anhelando el descenso térmico, los paseos tapizados de hojas caídas y el ambiente propicio, más que en ninguna otra época, a la introspección. Quizá tú seas uno de esos. Irene Vilches, Voz de Plata de Radio Nacional -según la distinguían los medios de la época-, cantaba, a finales de los cincuenta, ningún otoño es triste junto a ti.En aquel tiempo, lo mismo que hoy, anochecía pronto y a veces llovía. Aun en los días cálidos, por las mañanas y las noches se agradecía una chaqueta. Y semana a semana nos precipitábamos en el invierno, igual que ahora.


Fotografía: Miguel Morales

Pero Irene rompía el tópico del otoño triste, el otoño no es triste -que así se titula la canción- porque estás tú. O porque cuentas con tus proyectos, tus ilusiones y tu vida, aunque esto no lo diga la canción. La clave es el equilibrio. Cuando el sol no va a enmascarar la tristeza que no sientes, los días grises no la van a hacer aflorar de donde no se encuentra. Una persona equilibrada vivirá las peculiaridades de cada época con alegría y curiosidad. Asistirá al cambio de las estaciones sin fruncir el ceño porque la atmósfera gris, así como el sol de otoño, tienen el mismo encanto que la eclosión de las flores, los copos de nieve, la lluvia fina o la piel bronceada: cada cosa en su lugar y en su momento; y del mismo modo, la energía que brota en nosotros los días soleados de la primavera, es tan solo una más de la infinita gama de emociones que sienten las personas en paz consigo mismas.
Pensemos en la maravilla cromática de los parques de otoño: no tiene nada que envidiar a la luz radiante de mayo, cada cosa en lo suyo, dejadme insistir. ¿Energía? De acuerdo. Pero también reivindico la nostalgia. No siempre quiero estar dando saltos; a veces prefiero detenerme y pensar. El encuentro interior, el recogimiento y la actividad meditativa son, como las castañas y las hojas multicolores de los arces, frutos del otoño. Y sin todo ello, me parece a mí, la vida también se nos escaparía.


Fotografía: Miguel Morales

Llegan los días de potaje, me dice una vecina, y ya me apetece. Claro está: no siempre quiero comer gazpacho bajo el sol deslumbrante; ni siquiera siempre quiero un sol, y menos que me deslumbre. Justo ahora no cambiaría la luz mortecina de la calle plagada de paraguas por nada que resplandeciese. Ni cambiaría ningún manjar del mundo por mi suculento plato de garbanzos. 
Los garbanzos son para el otoño. Y aunque en sus múltiples elaboraciones encuentran su lugar en cualquier momento, hay algo que los hace especialmente indicados para éste. ¿No dicen que el otoño deprime? Pues esta legumbre es riquísima en triptófano, un aminoácido precursor de la serotonina. Entre otras funciones, la serotonina es responsable del estado de ánimo. Si andas bajo de esta hormona te puedes deprimir. Y al revés, niveles adecuados hacen que funciones como unas castañuelas. 
Por suerte tenemos los garbanzos. Seguro que Irene Vilches los comía acompañado de esa persona que le endulzaba el otoño en su bonita canción (la puedes oír en Spotify). Come, pues, garbanzos en otoño y llena tus reservas de serotonina. No sólo eso. Además, vive intensamente. Implícate en las cosas, haz lo que te gusta y lucha por lo que persigues. Ningún otoño es triste si tú no quieres que lo sea. Porque hay alguien contigo: o porque no lo hay y están tus cosas, porque sonríe la melancolía y llueve al otro lado de la ventana mientras te blindas, bocado a bocado, con la hormona de la felicidad. 


Fotografía: MIguel Morales





miércoles, 20 de enero de 2016

Vida y arte



Fotografía: Miguel Morales


El arte imita a la vida. ¿O la vida al arte? Arte es lo que hacen los artistas -dice una de las clásicas definiciones con las que se intenta acotar este concepto. Al final, ¿alguien sabe qué es el arte? El siglo XX lo revolucionó. No solo por la irrupción de lo abstracto, aunque ahí empezó todo. Durante el siglo pasado se elevó a la categoría de arte lo que en tiempos anteriores discurría ajeno, o incluso enfrentado, a cualquier concepto artístico. Alguien tuvo que ser muy osado -y persistente- para entrar en una sala de exposiciones con aquel material. Hasta que, con el tiempo, el público terminó valorando aquella obra insólita, hoy plenamente acreditada y cotizada en cifras que dan vértigo.
Y volvemos a lo mismo. ¿Qué es el arte? Una pieza compuesta sólo con silencios, como el famoso 4:33 de Jonh Cage, ¿es música? ¿Y una sucesión de sonidos vibrando en la más absoluta atonalidad, ajenos a las leyes de la armonía? El violonchelista Pau Casals denostó el rock and roll -y no sabéis de qué manera: pero sin ese ritmo trepidante la historia de la música estaría incompleta, por más que le pese a Pau y a otros. ¿Y el hip-hop, en su doble vertiente grafitera y rapera? ¿Es arte recitar sobre un ritmo básico, casi tribal, y pintar con aerosoles paredes y vagones de metro? ¿Quién puede decir que no? 


Fotografía: Miguel Morales

Va a ser cierto que arte es lo que hacen los artistas. Y que la vida y el arte se imitan mutuamente. Los aborígenes australianos representan sus sueños sobre cortezas de árbol mediante pigmentos extraídos de las plantas. Y algunos cocineros de la nueva cocina imitan en el diseño de sus platos las pinturas expresionistas de Pollock y Rothko. A poco que te fijes te darás cuenta de lo difícil que es escapar del arte. Un cartón en la acera pisado y desteñido por la lluvia puede ser más sugestivo que un amanecer: depende, es obvio, del cartón y del amanecer; pero más aun depende de los ojos del espectador. Y en las últimas tendencias de la cocina se impone encabalgar los elementos, compactarlos en moldes, disponerlos en forma de volcán, regarlos con hilillos de algún vinagre exótico reducido... Como si el plato, además de resultar sabroso, hubiese de impactar visualmente. Os presento mi pictoescultura comestible, diría el cocinero, gozadla con todos los sentidos.


Fotografía: Miguel Morales

Las fronteras entre la vida y el arte no pueden ser más permeables. Hay arte en la mirada que aprecia una obra, tanto como en la obra que aprecia la mirada. Una persona, boquiabierta ante las hortalizas que los cocineros tailandeses suelen esculpir para sus platos, es captada por la cámara del fotógrafo y se convierte en arte. Arte es un plato de cocina, pero también el deleite del comensal al degustarlo. El vino sabe mejor en determinadas copas de cristal, y ciertos guisos de cuchara alcanzan su esplendor servidos en cazuela. El cristal y la arcilla, dirán algunos. Yo digo que los sentidos en bloque se apropian del momento sublime de la degustación y, con el concurso del vidrio y el barro, configuran la obra de arte en torno al hecho de comer y beber. Son la vida y el arte sin fronteras, desleídos el uno en el otro, como el café con leche, un cruce de miradas o el viento silbando en las copas de los árboles.


Fotografía: Miguel Morales


viernes, 15 de enero de 2016

Las horas en blanco


 
Fotografía: Miguel Morales



¿A dónde habríamos llegado en la vida de haber aprovechado al cien por cien el tiempo? Reconozco que he pasado la última hora en estado contemplativo. ¿Qué podría haber estudiado, ordenado cocinado, cuántos kilómetros a buena marcha podría haber recorrido o cuántas páginas hubiese avanzado de alguna de las novelas que esperan turno en la estantería? Todos recordamos etapas de sesenta minutos sumamente productivos. Si hubiese seguido con la guitarra entre mis manos durante la última hora de contemplación, ¿cuál habría sido mi progreso en las canciones que todavía se me resisten?
Detengámonos un instante en la guitarra. Hace tiempo que parece un mueble. Más propiamente un cuadro, pues cuelga de la pared.
En las etapas en que ensayo la guitarra no está colgada. La ves por todas partes como una amiga que te sale al encuentro y que te recuerda su presencia, aunque a veces tengas que retirarla amablemente de los lugares de paso: te la tropiezas apoyada en algún punto, ocupando la butaca en que te vas a sentar e incluso, sorprendentemente, observándote desde la mesa de la cocina. En ese proceso de retirarla tus dedos suelen enredarse en las cuerdas. Largo rato. Si por ti fuese no harías otra cosa que seguir tocando todo el día. El valor de cada minuto exprimido hasta la última gota se te revela entonces como una iluminación.

Fotografía: Miguel Morales

Ahora no estoy ensayando. Quizá por eso, esta última hora de contemplación ha sobrevenido tras un súbito e improvisado rasgueo en la guitarra. Es para preguntarse si no debería aprovechar plenamente el tiempo: como memorizar un texto mientras conduzco o pedalear en la bicicleta estática mientras leo la prensa. Rentabilizar los momentos muertos. Convertirlos en acción.
Pero ha sido una hora donde la duda ha vencido a la actividad. Podría haber avanzado en mis estudios de esperanto o, volviendo a la guitarra, dominar por fin el pasaje que se me resiste en Yesterday. Podría haber pintado media habitación o tener casi a punto un bizcocho de zanahoria.

Fotografía: Miguel Morales

Pues no. Mi lado rebelde quiere hacerse oír: intercaladas entre las prioridades y las urgencias de la vida reivindico las horas en blanco. Si la visión meramente económica dominara la vida -tal se pretende en esta fase de la historia- jamás nos sobraría un segundo. Siempre hay algo que hacer, te lo dirá tu jefe o te lo dirá tu propia voz interior, crítica y perfeccionista, te lo dirá tu pensamiento abducido por las teorías de la productividad absoluta y tú te lo creerás, porque eres muy responsable.
Un poco de espacio sobrante en una casa nos libera de la opresión de los objetos. No es por no tropezar, que también; es, sobre todo, una cuestión de respiración profunda y de claridad mental. El espacio no utilizado es como el tiempo que no conviertes en nada. Están para recordarnos que no somos esclavos -tal como se pretende en esta fase de la historia-, y que no consentiremos que la visión meramente económica de la vida nos controle.
No abarrotes tu tiempo. Al revés, puéblalo de rincones sin ocupar, de espacios diáfanos como la hora contemplativa que he vivido entre mis devaneos con la guitarra y el momento de escribir esto. Vivan las horas en blanco.

 
Fotografía: Miguel Morales


sábado, 19 de septiembre de 2015

Ni tradición ni cultura


Fotografía Miguel Morales


No hay nada mágico o sagrado en la tradición. Una tradición sólo es un hecho o ritual repetido a lo largo del tiempo hasta que se hace costumbre. Ello no la convierte en nada mejor o peor que cualquier otra cosa, por mucho que sus defensores quieran elevarla a los altares expresamente erigidos para ella.
Éticamente hablando el “hecho tradicional” es neutro. Lo que le da uno u otro significado -más allá del meramente simbólico- es aquello que ocurre en la práctica de una tradición concreta. Una fiesta para catar el mosto nuevo antes de la vinificación es agradable, sana, vincula a los integrantes del grupo humano que la cultiva y no hace daño a nadie. ¿Podemos decir lo mismo de una fiesta en que se arrojen cabras desde campanarios, se arranquen los pescuezos de gansos colgados cabeza abajo, se apedreen gallos hasta la muerte o, como este cercano caso que aún está de actualidad, se persiga a un toro bajo una lluvia de lanzas hasta que alguna de estas -tras un indescriptible sufrimiento del animal- acabe con su vida? Ni me molesto en consignar una respuesta tan obvia.

Foto: Miguel Morales
¿Y la cultura? Pocas palabras están tan prostituidas como esta. Bajo su paraguas cabe todo, lo más noble y elevado, lo genial y pionero, aunque también lo primario, lo aberrante y lo monstruoso. Invoca la cultura y cualquier conducta humana estará justificada, incluso la más atroz. Hechos propios de la cultura, como la lengua, los bailes regionales o la cocina típica, no son los únicos, por desgracia, a que se refiere nuestra palabreja. También abarca la omnímoda cultura espantos como la ablación del clítoris, la amputación de las manos de los ladrones, la condena a muerte de los homosexuales, la lapidación o las castas… Todo ello pertenece, y con orgullo, a determinadas “culturas”. ¿Y eso lo hace bueno? ¿Lo hace siquiera “pasable”?
Recordemos los sacrificios humanos rituales, los circos con gladiadores y personas devoradas por fieras, la esclavitud, la antropofagia, los duelos al amanecer a pistola o espada para resarcir estúpidas afrentas al honor. Costumbres culturales y tradicionales que se veneraban en su momento y que hoy, con una nueva mentalidad y a la luz del progreso, se ven de otra manera.
Hace unos días en la muy noble y hermosa ciudad de Tordesillas se ha celebrado una fiesta. Muy tradicional ella, sí. Sus defensores aducen la antigüedad del festejo (de 1530) como un certificado de legitimidad. Para mí, su origen en la Edad Media me inspira más desconfianza que otra cosa, y de ningún modo suscita mi aplauso. Dicha fiesta, como viene siendo corriente en nuestro país, tiene como víctima a un toro. Se le persigue hasta la extenuación (del animal) entre el jolgorio de la jauría humana que corre tras él lanza en ristre a pie y a caballo. El juego consiste en acribillar al toro con las lanzas hasta que alguna de ellas acaba con su vida. Y en el nombre de la tradición y de la cultura, junto con una amiguita de conveniencia llamada "legalidad", año tras año hemos de asistir a esta horrenda salvajada.

Foto: Miguel Morales

Los intentos de razonar estas matanzas son penosos. Que si también se matan pollos para que tú los comas. Que si es arte. Que si el toro tiene una oportunidad. Que si el toro vive una vida de lujo hasta que cumple su excelsa misión. Por citar unos cuantos argumentos entre otros todavía más descabellados.
Ni tradición ni cultura: simple brutalidad primitiva. Olvidan los defensores del maltrato animal que no está en el mismo plano una necesidad como la alimentación que un modo cruel y sanguinario de pasar una tarde de domingo. Además, y aunque algunos abogamos por no comer animales, defendemos una actitud de respeto y sensibilidad en los mataderos para que el sacrificio sea rápido y sin agonía. Y sobre el arte, ¿no lo era, y sobresaliente, el de los gladiadores? ¿Y la sutil belleza de los duelos en el claro de bosque recién amanecido, acaso no es arte? En cuanto a la vida de placer en la dehesa y la “oportunidad” del toro, seamos serios, por favor. Sólo nuestra vanidad como especie, con derecho a disponer de la vida de otros animales, puede hacernos ver en tamaños disparates un razonamiento. ¿Y si el toro prefiere una vida más normal pero que no termine abruptamente en el colofón de un sangriento juego de humanos? Debemos creernos dioses para escribir la agenda de los animales como si estos fueran seres inertes, como piedras, tornillos o tarugos de madera.

Fotografía: Miguel Morales

Sé que es legal: también lo era la esclavitud hasta que dejó de serlo. Ni tradición ni cultura. Por la abolición de todos los festejos que incluyan el sufrimiento de un animal para regocijo del pomposo género humano. Esto no es una cuestión de tradiciones o culturas, y menos de libertad o democracia como proclaman algunos, sino de civilización o barbarie. Y de momento la barbarie se sigue saliendo con la suya. 



lunes, 18 de mayo de 2015

Hablando de chutney



Fotografía: Miguel Morales

En el inmenso mundo de las salsas, cada salsa es un mundo. Y si hemos de hablar de ese mundo que es cada salsa en el gran mundo de todas ellas, el más fascinante, por razones que enumeraré a continuación, es el de los chutneys.
No hay salsa como el chutney. Por hacer una comparación odiosa, las mayonesas, salsas de tomate o bechameles siempre son iguales, aun con los distintos matices que les pueda conferir la adición de algún ingrediente o condimento inusual. Pero, ¿qué son unas pocas -aunque dignísimas- variantes frente a un repertorio infinito? Cada chutney es una obra de arte, única e irrepetible, y existen tantos chutneys como la imaginación produzca. Todos los que tú quieras.
Un chutney es una salsa agridulce a base de frutas y hortalizas. Si estás empezando a rechazar el chutney porque aún crees que lo dulce y lo salado no deben ir juntos, yo te pido que pruebes esta maravilla de la ingeniería culinaria y luego opines. Aun en las culturas donde lo agridulce no es habitual existen platos donde el encuentro de los dos sabores, en apariencia incompatibles, triunfa de manera rotunda. Ejemplos de estos platos son el bacalao con pasas, el queso y membrillo o las berenjenas fritas con miel, entre otros. El chutney participa de esa tradición donde sabores en principio dispares logran integrarse en armonía. Cuando eso sucede -la clave de todo es el equilibrio- el resultado es espléndido.

Chutney sobre queso de cabra
(Fotografía: Miguel Morales)

Para hacer un buen chutney no basta con mezclarlo todo de manera caótica y pretender que eso funcione porque sí. Hay ciertos catalizadores básicos en todo chutney que no pueden faltar: el vinagre, el azúcar y las especias. El empleo ponderado de esos elementos integra los sabores y confiere al chutney su personalidad única: le dota de alma, por decirlo de un modo poético. Y aquí hay que tener cuidado: cualquier estridencia arruina la salsa. Cuenta con que algunos ingredientes son más dulces que otros, o más ácidos, y regula el azúcar (que para mí debería ser moreno) y el vinagre, que a veces es limón o una mezcla de ambos, y extrema el ojo clínico con las especias. Nada de ello puede faltar, o no sería chutney, ni figurar en exceso, pues su potencia resultaría excesiva. Permíteme repetir que un chutney bien conseguido te proporciona una experiencia gustativa sublime. No escatimes esfuerzos. Cada ingrediente es protagonista: trátalo con respeto y agradécele su participación en la salsa, pues el premio compensa.
Los chutneys van bien con casi todo: carnes, pescados, pasta, huevos, tortillas… pero también con tempuras, croquetas, empanadillas o hamburguesas vegetarianas. Hay quien los toma simplemente sobre rebanadas de pan. O con patés y embutidos.  


Queso vegano y tostadas con chutney
(Fotografía: Miguel Morales)


O con quesos: éste, para mí, constituye el más perfecto de los maridajes. Imaginad una loncha de queso cubierta por una capa de fragante chutney. ¿Existe pareja mejor avenida? No lo creo. El toque frutal y especiado del chutney matiza y aporta frescura a la combinación, y contribuye a suavizar, realzar o dotar de complejidad a los quesos que acompañe, sean frescos, grasos, curados, fermentados, duros o untuosos. 
Para los indecisos, añado que consumir chutney es otra manera de contribuir a las cinco raciones de frutas y hortalizas que se recomiendan diariamente. Si buscas enriquecer tus sensaciones gustativas a la vez que trabajas por tu salud -recuerda los ingredientes de nuestra salsa-, el chutney es una elección que debes tener en cuenta. 


Humus, manteca de calabaza y mole: para tomar con chutney
(Fotografía: Miguel Morales)